LECTURAS | “Nuestra Madre Eterna, la luz que guía a América”, de Carlos Eduardo Díaz

09/12/2017 - 12:04 am

La virgen más venerada en Latinoamérica, de la cual se celebra este 12 de diciembre un nuevo aniversario, es la más amada por los católicos y seguida por los supersticiosos. En este libro, el autor comparte narraciones y anécdotas del misterio guadalupano, acerca del amor incondicional y la compasión hacia todo aquel que lo necesita.

Ciudad de México, 9 de diciembre (SinEmbargo).-La Morenita del Tepeyac es un símbolo de amor que conmueve a todo un continente. Con justa razón es la Reina de México y Emperatriz de América. Desde sus apariciones a San Juan Diego, millones de peregrinos visitan cada año la venerada imagen de la Virgen de Guadalupe, que quedó plasmada en el manto y en lo más profundo de nuestros corazones.

En Nuestra madre eterna, la luz que guía a América, Carlos Eduardo Díaz comparte narraciones y anécdotas del misterio guadalupano acerca del amor incondicional y la compasión hacia todo aquel que lo necesita.

Su amparo ha cobijado a quien a ella se encomienda y su mano amorosa ha sido la luz para los fieles devotos.

Este trabajo está dedicado a los guadalupanos y a las incontables personas que han sido inspiradas por la divina presencia de la Madre protectora como mensajera de amor y esperanza.

Fragmento del libro Nuestra madre eterna, la luz que guía a México, de Carlos Eduardo Díaz, publicado con autorización de Editorial Planeta México.

Anécdotas sobre la Virgen de Guadalupe. Foto: Especial

INTRODUCCIÓN

El 12 de diciembre de cada año, día en que se celebra a la Virgen de Guadalupe, México adquiere un tinte singular. Los creyentes se desbordan, llenan las calles, nutren peregrinaciones, asisten a santuarios, colocan imágenes en casas, oficinas y escuelas. Sin embargo, para los no creyentes, el día no pasa inadvertido; pueden mostrar enojo, lanzar críticas o burlas, pero la fecha no les es indiferente. Existen muchos no católicos y ateos que van más allá: a pesar de su desprecio por la Iglesia, son guadalupanos.

En efecto, la Virgen de Guadalupe demuestra que no es necesario ser católico para creer en ella, quizá porque no sólo se trata de un símbolo religioso, sino también cultural. Por eso se encuentra lo mismo en templos y altares que en nichos ubicados en las fachadas de las casas, estampada en prendas de vestir, en muros de barrios conflictivos, en tatuajes que portan integrantes de pandillas o grupos delictivos y sí, también en artículos escolares y de oficina, así como en accesorios tan diversos como relojes, llaveros, aretes y collares.

La realidad es que no existe otra imagen en torno a la que tantos mexicanos se agrupen al mismo tiempo. Ante ella —ante esta representación profundamente espiritual que sobrepasa las divisiones religiosas— la gente se persigna, llora, reza, suspira y suplica; se muestra vulnerable, escarba en busca de ternura, o bien, da rienda suelta a su odio, a sus críticas y hasta a su intolerancia. Lo notable es que la imagen guadalupana no pasa inadvertida para nadie, y ésa es su virtud principal: está presente para todos, incluso para quienes la ridiculizan.

Esta omnipresencia no es gratuita, aunque es parte de un culto en buena medida ignorante: todos los mexicanos saben quién es Ella, pero pocos, muy pocos, saben el porqué de Ella.

A pesar de que la lógica indique lo contrario, esta ignorancia no es del todo grave. La religiosidad popular —que es, desde luego, la que predomina en este país— no requiere de razones. Ni un hombre que ha caminado durante días enteros dentro de una peregrinación para llegar a un santuario, ni una mujer que ingresa de rodillas a un templo, necesitan saber o entender la raíz o la parte racional de sus creencias. A esta clase de acciones las mueve la fe, la esperanza, y en la religiosidad popular la razón no sólo no es indispensable, sino que a veces estorba. En los actos piadosos, en las mandas, en las promesas, en los juramentos y en los sacrificios, se actúa, se tiene confianza, se tiene fe. Pero sólo eso. El raciocinio está de más, es una piedra a la mitad del camino, porque la fe es ciega y la lógica se contrapone a los hechos milagrosos.

Es por ello que los devotos guadalupanos no requieren saber los hechos ni la historia que hay detrás de la venerada imagen, mucho menos su trasfondo cultural o teológico. Simplemente no les hace falta; les basta la imagen misma para sentirse sus hijos y sentirla su Madre. Esto es precisamente lo que se llama devoción: entregarse a una experiencia mística sin razonar en ella.

No obstante, si nos dejamos guiar por la mera devoción o incluso si permitimos que nos arrastre el simple odio visceral, seguramente jamás nos interesaremos en profundizar en el hecho guadalupano (que engloba principalmente a la imagen misma y a lo narrado en el Nican Mopohua). De ser así, nos estaremos perdiendo del acontecimiento cultural más rico de toda la historia de México y, sin lugar a dudas, uno de los más asombrosos a nivel mundial.

Lo que sucedió en el Cerro del Tepeyac en 1531 se adelantó a la historia en por lo menos 431 años, pues la imagen de la Virgen de Guadalupe es un perfecto ejemplo de inculturación; un concepto que la Iglesia comenzó a utilizar a partir de 1962 gracias al Concilio Vaticano II. Es decir, cuatro siglos antes de que el papa Juan XXIII convocara a este encuentro ecuménico, en el hoy llamado continente americano —en medio de europeos educados en la Edad Media que veían demonios y herejías en todas las manifestaciones religiosas propias de los pueblos autóctonos, y por tanto se dedicaban a destruirlas, incluso en medio de brutales saqueos, abusos y violaciones— se estaba llevando a cabo una asombrosa inculturación sin precedentes.

Ni los españoles (intolerantes, temerosos a lo diferente, cargados del oscurantismo de la época y del extremismo de la Inquisición) ni los mexicas (que sufrieron la destrucción de su mundo) poseían los conocimientos, mucho menos el ánimo o la visión para concebir algo como lo que sucedió.

Inculturar es un término exclusivo de la religión católica que significa armonizar el cristianismo con las culturas de los pueblos que se desea evangelizar. Es decir, no destruir las culturas que ya existen en un lugar, tampoco denostarlas o negarlas; jamás empe- ñarse en demostrar lo equivocadas que están, sino conocerlas, amarlas y maravillarse con ellas para después tomar sus mejores elementos, sus signos más bellos, y utilizarlos para introducir el catolicismo de forma natural. Esto fue lo que sucedió en 1531, pero no gracias a los españoles, ni a los mexicas, ni a ningún otro pueblo.

No, ni los españoles, que no tenían ojos sino para el oro, ni los nativos, que fueron las grandes víctimas, los injustamente despojados, pudieron haber concebido la inculturación, mucho menos una como la que dio origen al hecho guadalupano: magníficamente balanceada.

A diferencia de los conquistadores, incluso a diferencia de los mismos sacerdotes y misioneros que en un principio condenaron y destruyeron sin piedad prácticamente todo lo que se encontraron en este lado del mundo, el mensaje guadalupano fue distinto: amoroso y dignificante de raíz. La Señora del Tepeyac no se presentó jamás como la madre de Jesucristo, sino como la madre de “el Señor del Cerca y del Junto”, la madre de Ometéotl, a partir de lo cual fundió las creencias de ambos mundos en una sola, especialmente elaborada para los hombres de esta tierra.

Así es: el mensaje guadalupano tiene un destinatario específico, aunque no exclusivo. Ella les habló a los mexicas y les dejó estampado su mensaje para que pudieran leerlo, interpretarlo, hacerlo suyo. Ella se hizo presente para hablarles en particular a los mexicanos, y lo hizo en su lengua. No en la de los conquistadores, sino poéticamente, en náhuatl, y por medio de un códice elaborado a base de ideogramas.

El que la Señora haya hablado en esta lengua, y el hecho de que haya utilizado los fundamentos de esta cultura para transmitir su mensaje, no fue casualidad: se trataba, después de todo, de la civilización dominante al momento de la conquista.

Si bien los destinatarios principales y obvios fueron los mexicas, no se trató de un hecho excluyente, sino de un trampolín. Utilizó la cultura que imperaba para alcanzar a todos los hombres de esta tierra, e incluso a los hombres de otras latitudes.

Es verdad: los destinatarios primordiales fueron los mexicas y demás grupos de ascendencia nahua, pero el mensaje posee una clara proyección universal que se comprueba al desmenuzarlo.

Para acercarnos a las raíces del evento guadalupano debemos partir de tres consideraciones:

1. La imagen de la Virgen de Guadalupe es un códice.

2. Por tanto, puede leerse. Interpretarse.

3. Por desgracia, jamás llegaremos a entender por completo todo lo que contiene.

El punto tres se debe a que los conquistadores se encargaron de destruir gran parte de la herencia prehispánica —códices, testimonios, imágenes— por lo que nuestro conocimiento del mundo antiguo siempre será incompleto.

Éste es un hecho terrible pero cierto: jamás llegaremos a entender de manera íntegra todo lo que la imagen guadalupana contiene. Nunca podremos saber con absoluta certeza la totalidad de lo que los mexicas vieron y leyeron en ese hermoso códice.

No obstante, podemos hacer algo muy rico y muy valioso: acercarnos e interpretar en buena medida los elementos presentes tanto en la imagen como en la narración de las apariciones de la Virgen, pero la clave para hacerlo no se encuentra en la religión, sino en la historia.

Así es: entre más sepamos acerca del universo mexica, e incluso de las culturas que lo influenciaron, como la teotihuacana y la tolteca, así como de la situación que se vivía en la España de finales del siglo XV y comienzos del XVI, tendremos mejores herramientas para descifrar lo que se encuentra plasmado en el ayate de Juan Diego, pero también —y muy importante— lo descrito en el Nican Mopohua. Por consiguiente, nuestro recorrido debe comenzar en un punto específico: en el el mito mismo sobre la fundación de la imponente ciudad de México-Tenochtitlan. Tu oficio es dar de beber al Sol con la sangre de los enemigos, y dar de comer a la Tierra con el cuerpo de tus enemigos. Primeras palabras que escuchaban los niños nacidos en México-Tenochtitlan.

LOS ORÍGENES

L a historia antigua de México posee una interesante característica: por mucho que indaguemos, nunca conocer a ciencia cierta, mucho menos en su totalidad, lo que sucedió en nuestro país antes de la llegada de los españoles por dos razones fundamentales.

La primera de estas razones es que los conquistadores ordenaron la destrucción de gran parte de los códices prehispánicos y con ello se perdió una importante porción de la memoria. La segunda, y que además constituye un hecho curioso, es que los propios mexicas inventaron su historia. Así es, pero ¿a quién se le ocurrió hacerlo? La respuesta es simple: a Tlacaélel, “varón esforzado”, “tripas de macho” o “el desposeído”. Tomemos un minuto para saber quién fue este singular personaje y cuáles fueron sus motivos para alterar el pasado pues, curiosamente, lo que él ordenó tiene mucho que ver con el acontecimiento guadalupano.

Tlacaélel nació aproximadamente en el año 1398. Él fue, y no por casualidad, el auténtico poder detrás del trono mexica durante cuarenta o cincuenta años. Su linaje era parte importante de su atractivo: fue sobrino de Itzcóatl y hermano de Chimalpopoca y de Moctezuma Ilhuicamina, además de consejero de todos ellos. Los tres, desde luego, ejercieron el cargo de huey tlatoani de México-Tenochtitlan. Podemos pensar en el huey tlatoani (el grande que habla o gran orador) como una especie de emperador. No precisamente a la manera europea, pero más o menos semejante en la práctica. Es decir, un gobernante supremo. Sí, el gobernante supremo de México-Tenochtitlan.

Tlacaélel fue, por tanto, parte de la nobleza mexica, pero también un pensador, un gran guerrero y un inteligente estadista. Fue él quien reformó, e incluso inventó, la cultura mexica como tradicionalmente la concebimos, incluyendo los ámbitos religioso, político y social. Entre los años 1428 y 1478, muchas de sus ideas se convirtieron en leyes. El cronista Chimalpahin aseguró que “Decidía lo tocante a la guerra, las condenas a muerte y cuanto había de hacerse”.

La influencia de Tlacaélel fue enorme. Gracias a él, por ejemplo, los mexicas dejaron de ser siervos para convertirse en los amos. Cuando el gran señorío de Azcapotzalco, que tenía fama de cruel, pretendió conquistar a todos los pueblos de la región, fue este enigmático sujeto quien urdió una alianza entre diversos Estados —Tenochtitlan y Tlaxcala, entre ellos— para que, unidos a Texcoco, se rebelaran y lucharan por la misma causa. Tlacaélel en persona se puso al mando de este ejército, por lo que, tras la victoria sobre Azcapotzalco, su fama e influencia fueron definitivas. Este triunfo, por cierto, dio origen a la Triple Alianza, de la que Tlacaélel —a quien también llamaban “conquistador del mundo”— fue pieza fundamental.

Otras de sus aportaciones fueron la guerra florida, el comenzar a asumirse como el “pueblo del sol” (el pueblo elegido), y el concebir a la guerra y a los sacrificios humanos no como algo cruel, sino como un acto de profunda nobleza que buscaba preservar la vida del gran astro —el sol— por medio de la sangre. Esto implicaba que, en el fondo, todas las conquistas, así como la expansión del poderío mexica, eran buenas, nobles y útiles por naturaleza, pues estaban buscando con ellas la supervivencia de todos los hombres por igual. Por…

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